4 de noviembre de 2010

Desde Pingyao, Shanxi, China

Estoy cada vez más feliz en China. Estoy viendo lugares fabulosos.
A las 7:30 horas del domingo pasado tomé el bus a Hua Shan. Dos horas más tarde me avisaron que debía bajarme del bus, lo que usualmente no sucede a menos que uno pregunte. Entonces un grupo de mujeres y un hombre, de Hong Kong, me convidaron a unirlos para llegar hasta la entrada de la montaña.
Antes de ascender la montaña desayunamos; yo comí “chau fan” (arroz frito). Luego compré comida para la noche y mañana siguiente para así evitar comprar arriba donde es caro. Y después busqué un lugar donde dejar mi mochila.
Subí con mi mochila pequeña, una polera, un polerón, una chaqueta, un pantalón de buzo, un par de calcetines, zapatillas y un pijama, una botella de agua y comida.
Estaba nublado y fresco. Comencé la caminata desde la calle del pueblo a las 10:55 horas. Los cuatro kilómetros iniciales del trayecto eran de granito y cemento; en pendiente y bastante irregulares, y por tanto difíciles de caminar. Pero luego empezó “lo lindo”; dos kilómetros de escalones, todos de la misma piedra granítica.
Es una pena que haya habido neblina, pero aun así se veía hacia la cumbre las rocas escarpadas de color blanco... todo de granito con vegetación.
El camino se tornó cada vez más tormentoso, con escaleras “infinitas” que cansaban de sólo ver la pendiente. Algunas secciones fueron “para la risa”, o literalmente “para la foto”; con escalones de 15 a 20 cm de ancho y 25 a 30 cm de alto... calculen el ángulo. Fue un desafío para el estado físico y la fobia a la altura... y el evitar las caídas.
Muchas veces me cuestioné, aunque no convencida, el no continuar; pero habiendo subido tanto, lo sensato era seguir para alcanzar el objetivo: el “pico norte”. Así que a mirar los peldaños y a dejar volar la mente para continuar la caminata por las rocas casi verticales. De vez en cuando, claro, había que “echar un vistazo” para ver el paisaje que mientras más alto se volvía más espectacular. 
Tres horas y cuarenta minutos me tomó llegar al pico norte, sin casi detenerme excepto por segundos en que las piernas y la respiración me lo pidieron; es un trayecto que, en promedio, se tarda de tres a cinco horas. Y casi la mitad del trayecto lo hice a la misma velocidad que un hombre de unos 70 años.
No vi a ningún extranjero ese día. Subía gente de todas las edades y vestimentas; las mujeres, aunque sin zapatos con taco alto esta vez, seguían vistiendo ropas de ciudad muy arregladas.
Una vez arriba, en el pico norte, el gentío apareció; esto gracias a que los australianos construyeron un teleférico que sube en 10 minutos. Desde el pico norte se puede “caminar” hasta los demás picos de Hua Shan.
Como pensaba quedarme a dormir en la montaña para ver el amanecer desde el “pico este”, decidí seguir caminando para acercarme a mi destino y así no caminar mucho en la madrugada; después de todo ya había subido “la mayor parte”, me dije... “¡las pinzas!”
Durante el ascenso quedé en polera; así como en el sudeste asiático, transpiré todo el tiempo; mi mochila y espalda estaban completamente mojadas, mientras el resto de la gente jamás se sacó la chaqueta y me miraba extrañada como pensando que era escandinava.
La gracia” del pico norte hasta el pico este no fue graciosa. Tardé dos horas y media en llegar hasta el hotel más lejano; con escaleras igualmente difíciles y secciones con acantilados hacia ambos lados del camino.
El paisaje estaba maravilloso; la vegetación verde y las manchas rojas y anaranjadas de árboles contrastaban con el blanco de las montañas, que de tan empinadas los árboles parecían caerse formando líneas descendentes. Fue absolutamente hermoso, aunque siempre con un poco de neblina que no me dejó ver claramente ni tampoco al valle.
Antes de llegar a mi destino final me encontré con una escalera “terrorífica”; era vertical y con algunos peldaños con más de 90 grados de pendiente... afortunadamente había una escalera nueva al costado, de metal, para no arriesgar la vida. Pese a ello vi a dos personas intentar matarse.
Fueron más de seis horas de caminata; la caminata más “feroz” que he hecho en mi vida. Suerte que había entrenado todos estos meses, sobre todo en China, caminando desenfrenadamente para todos lados.
Otras cosas que vi en la subida fueron hombres acarreando cosas; en un palo al hombro que llevaba bultos en los costado subían materiales y seguramente comida para vender en los puestos que se encontraban de vez en cuando; incluso vi a un par de hombres llevando una silla, con ayuda de una vara a cada lado, con una persona sentada en ella... eso lo encontré un exceso, porque si subir es demasiado, mejor hacerlo en funicular o simplemente no hacerlo.
Y otra cosa que había durante el ascenso eran candados; atados a un cincho rojo estaban enganchados a las cadenas que ayudan a sujetarse. La gente deja en ellos sus promesas o anhelos al lanzar la llave al precipicio.
Aunque el agua de la botella que tenía se sentía cada vez más helada, y mi piel estaba fría, no me di cuenta de la temperatura ambiental hasta que vi manchas ¡con nieve! hacia la parte más alta, a 2.160 metros. Y es que luego de caminar más de ocho kilómetros en pendiente, mi cuerpo hervía. Eran las 17:30 horas.
Diferente historia fue la noche que pasé; congelada, con un cobertor no suficientemente grueso para ese clima, y una cama de tabla. Tuve que compartir el dormitorio con 11 hombres, todos chinos, que no sólo dejaban la puerta de la pieza abierta cada vez que salían, sino que fumaban en la cama mientras dormían. Así que, entre el dolor de huesos (por la cama), el frío, el ruido de tres personas roncando y las ganas de ir al baño, no dormí más que un par de horas. El baño estaba lejos y sucio... la peor pieza del viaje y por Y100 la noche... ¡fabuloso!
Porque los cuatro hoteles que están en las cumbres de Hua Shan están muy arriba, entre precipicios, la única agua que hay, y escasa, es la que provee la misma montaña. Así que nada de ducha para limpiarse o calentarse.
La mañana estaba aun más fría, y con un amanecer que aunque bonito, no fue fabuloso como esperaba porque todavía estaba nublado. Entonces, a las 7 am, comencé a bajar.
¡Qué mañana más maravillosa!, sin chino alguno que hablase o gritase sin detenerse. Por ello pude ver ardillas y pajaritos por todos lados, y maravillarme con un paisaje bonito y tranquilo; a los únicos que vi fue a trabajadores limpiando las escaleras y a tres extranjeros que subían.
A las 11:27 horas llegué al pueblo de regreso. Almorcé con un china de ShanHai quien hablaba inglés; iba a la montaña por un mes a pintar. Luego tomé mi mochila y “me largué”. Por cierto no fue fácil alcanzar mi destino próximo; luego de la micro y caminar a la estación de trenes me enteré que esa estación nueva y enorme, donde me habían indicado ir, no era la que me llevaría a mi destino; una especie de tuk-tuk y luego una micro local me llevaron hasta la estación adecuada, pequeña y “atorrante”... porque al contrario de lo que la gente cree, mi viaje está en la categoría “atorrante”, aunque no por ello no espectacular.
A diferencia del sudeste-asiático, en China los “tuk-tuk” y otros medios de transporte, así como la venta de comida y otros servicios, usualmente no tratan de cobrar más al extranjero... imagino que es porque de lo contrario uno no se quedaría en este país que, a mi parecer y con excepción de la comida y el alojamiento, es bastante caro.
En el tren rumbo a Pingyao tuve la suerte de tener varios “asientos duros” para extender mis piernas durante seis horas y media, y una pareja de chinos con algo más de educación con quienes comunicarme un poco más allá de lo común, y que no gritaban ni escupían... agradable.
A las 21:30 horas del martes llegué a Pingyao. Para mi suerte había un hombre en la estación ofreciendo el hospedaje a donde quería ir, así que tuve transporte gratuito justo antes de que se fuesen a dormir.
Cuando pude ver la ciudad me empezó a dar un “colapso nervioso” por lo que estaba viendo. Gracias, a como se llame la mexicana que conocí en Kunming, por darme el dato sobre Pingyao. Es una ciudad antigua, amurallada, espectacular; con callejuela por todos lados y con casas fabulosamente bellas y antiguas... fuera de serie, din duda, en “la China que estaba buscando”. Gracias.
En la calle la gente vende cosas, muchas extremadamente feas, y juega badmington y a patear una bola con plumas. Por el frío, todos visten chaquetas, aunque dicen que en verano la temperatura llega a los 40 grados centígrados. 
Y no quiero seguir preguntando sobre más lugares para visitar, porque parece estar todo lleno de lugares interesantes y bellos por estos lados. Ya compré pasaje a Beijing, y no me quedan más que dos semana antes de dejar China, por lo que ya no tengo tiempo para ir a muchos lugares más... ¡maldición! Todo sumado a que con la llegada de noviembre los precios de los pasajes han bajado mucho, aunque el frío que corta los huesos ha llegado a temperaturas que de seguro bordean los 0 grados entre el atardecer y la mañana. ¡No me gusta el frío!... tampoco mucho calor.
El hostal donde me quedé era una casa vieja muy bonita, toda de madera, incluida la cama que otra vez era muy dura y que me hizo despertar cada ciertas horas al dolerme los huesos; aunque fue un poco mejor que la de la montaña. Y lo bueno, aunque extraño, fue que el “dormitorio compartido” tenía únicamente dos camas y una ducha a la que se accedía desde la pieza; la ducha me dio una bienvenida grata luego de 48 horas con un sudor frío acumulado.
Decidí quedarme una noche adicional en esta ciudad, pues caminar entre las callejuelas es maravilloso y porque no iré a la montaña soñada que tenía planeado; esto porque tengo las piernas adoloridas, especialmente los muslos y las pantorrillas.
Ayer fui, con otras cinco personas del hostal y en un furgón arreglado por el mismo hostal, a una citadela y unos túneles. No ingresé a la citadela porque creí que ya era mucho seguir pagando por cosas que parecen repetirse; entonces caminé por la villa aledaña que resultó bella al no haber más que unas pocas personas que vivían allí.
Luego visitamos los túneles sobre los cuales está la villa Zhang Bi; creados durante la dinastía Qing, hace 250 años, eran el escape contra las invasiones; eran muy parecidos a los que vi en Vietnam, e igualmente interesantes.
Por primera vez en China tuve un guía turístico para aprender un poco más. Los túneles estaban conformados por tres niveles de 1,8 metros de altura; el primero a 2-3 metros de profundidad, el segundo a 8-10 metros y el tercero a 25-30 metros, con dormitorios, salidas a la superficie para atacar al enemigo, piezas para esconderse y sorprender a los entrometidos, bodegas, calabozo, y otros espacios muy bien hechos, todo de barro y paja. La villa de arriba estaba hecha de ladrillos, para esconder los túneles, y tenía varios templos reconstruidos en 1995 luego de haber sido destruidos en la revolución cultural; sólo una estructura hecha de arcilla pintada, que parecía de madera tallada, no había sido destruida por petición del gobierno local, por su belleza; pero no se podía fotografiar.

Hoy dormí hasta más tarde de lo normal, para descansar antes de mi viaje de esta noche de 12 horas en “asiento duro”. Luego caminé por la ciudad, que aunque no muy productiva me dio tiempo para preparar la “carrera” que tendré que hacer desde Beijing hasta ShangHai. A Ricardo ya lo contacté, así que mañana seguramente nos juntaremos.
Otra cosa nueva que vi en Pingyao fue un “vestigio” de matrimonio. En esta cultura, el blanco es un color triste, mientras que el rojo simboliza alegría; por ello las novias visten rosa o rojo. La calle tenía estructuras rojas, arqueadas e infladas con aire que la cruzaban, y fuegos artificiales que más que luces lanzaban papeles, humo y hacían ruido muy fuertes.
Dicen que en los funerales chinos, que no son más que otra fiesta, la gente viste gorros y papeles blancos cubriendo los zapatos.
Ahora al tren, ¡a la capital!
Antonia