Siguiendo
en Beijing, mi destino del martes fue el “Palacio de verano”; un
palacio “grandecito” conformado por una edificación grande que
mira a su lago, casas varias, muchos templos, un
embarcadero, botes, un barco de mármol y un puente, también de
mármol, que cruza hasta una isla pequeña en el interior del lago.
Era muy bonito y con harto colorido, aunque el día estuvo algo
nublado.
El
clima en Beijing se torna cada minuto más frío; el viento lo
congela todo. No me saqué la chaqueta más que para dormir, y los
guantes y bufanda también fueron imprescindibles. Dicen, en cambio,
que en verano la ciudad es un verdadero “horno”.
Luego
de visitar el palacio por unas tres horas, fui hasta “Silk Street”;
un edificio de comercio, de seis pisos, con pasillos en cuyos lados
hay puestos pequeños con productos varios. Era la locura de la
compra y la venta; es donde se consiguen todas las copias de las
marcas caras y la ropa “barata”. El punto es que allí nada tiene
precios estandarizados, y los vendedores chinos resultan ser los más
“jodidos” de toda Asia para negociar, aunque no de una forma muy
inteligente; fue muy agotador. Pregunté los precios de algunas
cosas, tras lo que siempre recibí respuestas de precios absurdamente
elevados; entonces decidí sólo pasear para mirar lo que tenían
y ver cómo “se movía” el comercio. Pero “¿por qué no
probarme un vestido?”, me pregunté, “para ver qué pasa”; me
quedaba lindo, y la vendedora “se las sabia por libro”; “qué
delgada eres y qué bien te queda”, me decía, cuando sé
perfectamente que la flacura “la dejé por estos días en algún
otro lugar”. Y siguió, “porque me caíste tan bien, te haré un
descuento del 50%”; mostrándome en la calculadora sus cálculos,
resultó con una cifra por ¡Y1380! (CL$100.000), ¡por un vestido de
algodón!. No supe si enojarme o reírme; sin equivocarme en el
precio que quería pagar, di la cifra deseada y caminé fuera del
local; la chica, entonces, me dijo “eso es muy bajo, el vestido es
de muy buena calidad, pintado a mano, al menos dame un poco más;
¡Y650!”; en un local como ese (nada elegante) y con más vestidos
iguales, lo único que concluí fue que la vergüenza la han dejado
“no sé dónde”. Finalmente, y porque me gustó el vestido, pagué
Y200, lo que en ningún caso es una baratura para China; pero bueno,
tampoco lo iba a encontrar en Chile.
Ora
prueba, pero escueta, fue preguntar por el precio de un juego de
mahjong; Y750 me mostraron en la calculadora, y mientras me iba,
cinco segundos después, me gritaron Y200; ¡ridículo! La gente en
Silk Street ha aprendido varios idiomas para presionar a que vean sus
artículos, así como también presionan el brazo cuando se sobre
exaltan.
Cansada
de tanta locura, viendo a gente que va con maletas para llenar y a la
mayoría de los turistas que termina pagando igualmente harto, porque
bajar el precio no significa que ofrecerán las 10 a 20 veces menos
de lo que vale un artículo, me fui a casa de Ricardo.
Esa
tarde, que era más tarde de lo que común, experimenté la “hora
pick” del metro. “¿Alguien reclamaba del transantiago?”,
vengan a ver esto y se quedaran igual. Entré al metro por flujo de
masa; me empujaron, empujé, y entonces estaba dentro del tren, con
una mano casi abrazando a un tipo y la otra medio torcida tocándole
el poto a otro, sin alternativa alguna.
Tener
a alguien con quien conversar taaaaanta cosa, resulta muy agotador;
las conversaciones con Ricardo terminaron siempre tarde en la noche,
sobre todo porque él trabaja por la noche en el computador; y como
yo siempre “aprovecho el día”, el levantarme temprano y
acostarme tarde por casi una semana me regalaron unas ojeras
“preciosas”; pero no me quejo, porque la pasé muy bien.
El
miércoles fui a ver en qué iba mi visa para Australia; esto porque
el marte llamaron a Ricardo para preguntarle algunas cosas de mí (le
debo una a este hombre). Para mi sorpresa, me entregaron ese mismo
día el pasaporte con el permiso necesario para pasar por Australia;
en menos días del mínimo anunciado... ¡plop! Así que tuve que
re-estructurar y apresurar mis planes para Beijing.
Caminé
hasta la exposición de agricultura Beijing-Shanxi, que me había
perdido el otro día. Todo estaba funcionando bien; apenas llegué,
bombos, platillos, petardos y globos anunciaban el comienzo de la
exposición. Con una entrada en mano, que me regalaron allí, y luego
de que no dejaban entrar sino con un permiso especial (¿por qué?,
no sé), entramos un grupo al recinto tras los empujones que la gente
hizo para que los guardias desistieran de la restricción. Fue muy
interesante para mí el ver y probar algunos de los productos nuevos
que China está sacando para su mercado nacional. Los visitantes, eso
sí, estaban como locos; compraban lo que se les cruzaba por delante
y moviéndose a empujones como de costumbre. “Me gané” unas
fotos, también, porque a penas me vieron, a la única extranjera,
algunos reporteros del evento me situaron entre los productos para
tomar la foto adecuada; fue muy divertido; no me sorprendería si
aparezco en algún periódico.
Estos
chinos, como dice Ricardo, no tienen lógica; no hay que tratar de
entenderlos. No son gente mala, en lo absoluto; pero parecieran no
tener el más mínimo respeto por el otro. Empujan, se colocan
delante de la gente en las filas si se ha dejado más de 20 cm, no
ceden el lugar en ningún caso, y parecen no darse cuenta de ello;
así como el escupir en público, no se cuestionan si es correcto o
no, simplemente avanzan como zombis sin razón ni lógica.
No
sé si será verdad, pero el tema de la apariencia física resulta
funcionar casi igual. Cerca de la mitad de las mujeres usa falda
corta y se arregla bastante; pero ellas no parecieran tratar de
mostrar nada, sino de simplemente vestirse como las revistas;
mientras los hombres tampoco perciben nada, pues jamás las miran más
que a la cara, y si es eso.
Terminando
de ver la exposición, era muy tarde como para ver el otro hito
importante de Pekin, la “ciudad perdida”. Así que hice trámites
de compra de pasaje para la noche siguiente, ir al banco, correo y
caminar.
Caminar
en Beijing puede destruir los pies; me duelen los talones
enormemente, porque caminar una calle en Beijing es como caminar unas
cuatro en otro sitio. Caminé mucho; fui hasta la Plaza Tiananmen,
donde está sepultado Mao, está el “monumento al héroe de la
gente” y donde de iza y baja la bandera cada día; la plaza es
inmensa, a ella llegan miles de personas que deben ingresar de a una
y pasar sus bolsos bajo detectores debido a que “TODO” está
prohibido de ingresar. La plaza queda frente a la puerta sur de la
Cuidad prohibida; es donde Mao, en 1949,
se dirigió a los chinos.
Luego
del atardecer en la plaza Tiananmen, me junté con Ricardo para ver
la opera china. Interesante; no voy a decir lo contrario. Era una
mezcla de teatro y canto, o chillidos. Resultó graciosa, y
estresante también, oír hasta dónde pueden llegan los decibelios
de los cantantes; como para no ir nunca más, aunque “choro” fue
ver el vestuario y maquillaje típico de las fotos chinas, esos con
la cara blanca, párpados rojos y cejas negras en diagonal.
Ayer,
mi último día en Beijing, fue para ver la “cuidad prohibida”.
Estuve allí unas cinco horas; primero porque era francamente enorme,
y segundo porque hacía un frío “macabro”, con mucho viento que
dificultaba moverse. Arrendé un audífono con GPS que relata
eventos, en el idioma deseado, cuando uno se acerca a los puntos; fue
bueno.
La
ciudad prohibida es gigantesca; tiene un templo dentro de otro; se
cruza y cruza puertas hacia espacios que le siguen, en dirección
norte, hasta llegar a un jardín. Hacia los lados tiene calles y
templos donde vivía gente que trabajaba allí. Todo tenía nombres
“pomposos”, como “templo de la sabiduría”, “jardín
celestial” o por el estilo. Lujoso, todo era para el emperador,
familia, concubinas y trabajadores; “pucha” ¡qué tenían plata!
Ahora, en muchas de las habitaciones, hay exposiciones con artículos
varios de la época actual, Ming y Qing, parte de los cuales la gente
a donado. Todo fue muy bueno, no cabe duda.
Regresé al departamento de Ricardo para ordenar mi mochila y despedirme; pero antes cené “jioza” en la esquina. Puse a cargar la batería de la cámara. Una vez “todo” empacado, y luego de más “parloteo” con Ricardo, me fui en metro a la estación de trenes, con una mochila que debiendo estar más liviana y pequeña, por haber dejado cosas “atrás”, parece cada vez más grande y pesada por lo nuevo que le he metido.
Estando en el metro sentí una inquietud... ¡la batería de la cámara!; recordaba haber metido a la mochila todos los cables, pero no haber puesto la batería dentro de la cámara. Llegando a la estación de trenes, donde sabía que había teléfono público, llamé a Ricardo; qué mal me sentí, porque él se había ido al gimnasio. Sin vacilar Ricardo me dijo que regresaría a su casa para pasarme la batería. Casi volé de regreso al departamento, corriendo con la mochila de 15 kg a cuestas entre los cambios de líneas del tren. Ricardo me esperaba abajo del edificio con la batería en la mano. Tuve que tomar un taxi de regreso a la estación, porque pese a que tenía inicialmente mucho tiempo de espera sólo me quedaban 40 minutos para partir. Llegué al tren justo a tiempo... ufff. Sin cámara no iba a ningún lado. Gracias, Ricardo.
Y
ahí estaba yo, a las 22:48 horas rumbo a Qingdao, una vez más en mi
“asiento duro”, y ene el que no me correspondía porque me lo
habían cambiado. Y este tren iba aun más lleno que el de ida a
Beijing, por lo que lancé mi mochila al suelo, bajo los asientos,
mientras la gente colapsaba los pasillos y lugares entre los vagones;
esto porque sobre venden pasajes.
Y
ahora estoy en Qingdao, nueve horas al este de Beijing en la
provincia de Shangdong, lista para la caminata de hoy y mañana antes
de partir a ShanHai, mi último destino de Asia.
Que
estén bien.