Mis últimas horas en “Yogya” fueron lentas, caminando
y descubriendo un poco más sobre comidas y rincones. Y en la noche, a las 20
horas, me embarqué en tren.
“Qué mejor que aprovechar el tren '”ekonomi”, me dije,
esperando sentada en una butaca de la estación. Cuando llegó un tren, un poco más
temprano de la hora en que salía el mío a Bandung, y vi a la gente literalmente
correr para subirse, preferí preguntar en la boletaría si a caso era el que me
correspondía; como era mi tren, fui de las últimas personas en subirme...
¡error! El tren estaba lleno, y como “ekonomi” implica sin numeración, Antonia
“sonó”; me quedé sin asiento, parada junto a unos cuantos más, si bien con un
chico de lentes “poto de botella” bien simpático, el único que hablaba algo de
inglés. El chico me decía que lo siguiera para encontrar un lugar mejor, hasta
que me ofreció uno para dejar mi mochila que no pude más que rechazar… era
frente a la puerta abierta del tren. El chico era muy inteligente, culto,
atento y respetuoso; de origen humilde, estudiaba leyes para combatir la
corrupción de su país; y pese a que nadie me ha dado escusas para pensar
incorrectamente de alguien en este país, no acepté su ofrecimiento tentador de
bajarme con él para conocer donde vivía junto a su familia.
Al principio del viaje “ekonomi”, entre frustrada y
sorprendida, decidí poner mi mochila en el pasillo y sentarme encima, pues no
quedaba espacio para guardar el equipaje sobre los asientos ni pensaba irme
parada durante nueve horas; a lo que la gente me respondió con un “no, no”.
Entendí el “no” cuando tuve que dejar pasar cada 15 segundos a los vendedores
ambulantes por el pasillo del vagón “ekonomi”; pasillo de la mitad de ancho que
el de “bisnis” (de unos 80 cm) debido a los cinco asientos en vez de cuatro que
tiene el tren a lo ancho (dos y tres a cada lado). Entonces puse la mochila
verticalmente a un costado de una pared, en el último hueco disponible al
extremo del vagón, al lado de la puerta del baño, y me senté sobre éste.
En el tren “ekonomi” pasan casi más cosas que en el
mercado; hay venta de agua, comidas preparadas en olla, golosinas, abanicos,
juguetes, café… cada vendedor vocea su oferta, repitiendo cuatro veces la
palabra y manteniendo alargada la última letra para darle el tono
característico de la venta... kopi, kopi, kopi, kopiiiiii (café)... air, air,
air, airrrrrrr (agua).... un tanto “enfermante”. La música con audífonos que
llevo endulzó el momento, así como ver tanta solidaridad al compartir el
espacio que ya no queda del asiento con alguien más, y siempre sonriendo.
De repente, pasada más de una hora de viaje, vi un
hueco vacío entre el equipaje sobre los asientos; “salté” inmediatamente a
poner mi mochila, y más tarde apareció “la luz del paraíso” ante mis ojos, y que
la gente me indicaba... ¡un asiento disponible! Me senté y seguí sentada
extremadamente recta durante toda la noche, tratando de enfocarme en la música,
en el libro o espiando a la gente, porque los cabezazos contra el respaldo
vertical (común con el del asiento de atrás) hacían aun peor el tratar de dormir.
La mejor posición que encontré fue extender las piernas hacia el pasillo, aunque
compartida con el millar de vendedores, pues el espacio para éstas se usa en
conjunto con la persona del frente que mira en dirección opuesta. Alrededor de
las 2:00 horas quedamos cuatro personas en vez de seis en los asientos ubicados
uno en frente de otro, pudiendo pone las piernas estiradas sobre el otro
asiento, intercalados.
Antonia
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